Creo que las brujas, como tema, son un poco como María Antonieta: sobre ellas se ha dicho mucho, se ha escrito todavía más, y podría decirse que más de la mitad es incierto o directamente falso.
¿Qué sabemos de ellas? ¿Quiénes fueron? ¿Por qué las llamaban brujas? ¿Bajo qué pretexto millares de ellas fueron quemadas en la hoguera o ahogadas en los ríos?
Por desgracia, las respuestas a estas preguntas no podemos encontrarlas apenas en la cultura material de corte artístico: las obras pictóricas no reproducen la realidad, sino que la deforman, convirtiéndola así en un mito y una leyenda que aún hoy pervive entre nosotras.
Cuando pensamos en la palabra “bruja”, el imaginario colectivo se encarga de devolvernos la imagen de una señora anciana, de nariz ganchuda, vestida con pobres ropajes (en muchos casos, harapos ennegrecidos por la suciedad y el paso del tiempo) que por las noches vuela en escoba y que el resto del tiempo recibe la compañía de algún animal familiar, la mayoría de las veces un gato negro. Es osado pretender que ninguna de estas características tenga su raíz en realidades pasadas, pero la pregunta no es tanto cuáles son las raíces sino qué implicaciones tienen. Por ello, nuestro cometido será el de acercarnos brevemente a algunos de los estereotipos artísticos generados alrededor de las brujas y analizarlos a través de la perspectiva de género, intentando dilucidar qué parte de realidad y qué parte de mentira nos cuentan.
Empecemos con lo que tenemos en casa: nuestro amigo Francisco de Goya y Lucientes, uno de los pinceles más conocidos a la hora de vincular las brujas con su representación artística en España a través de su ciclo de pinturas negras y algunos grabados pertenecientes a la serie “Los caprichos”. En Goya la problemática es doble: en ocasiones puede hacerse una lectura crítica de sus obras y, en otras, éstas subrayan lo estereotípico de estas figuras. Sea como fuere, podemos emplear sus obras como excusa para acercarnos a la historia de la brujería.
En “El conjuro” (1797-98) y a través de una composición piramidal, nuestro querido Goya nos da las claves para enumerar y diseccionar algunas de las características socialmente construidas con las que asociamos a las brujas. En primer lugar, tenemos un grupo de cuatro seres cubiertos con capas (o harapos) de rostros envejecidos, deformes y feos: claramente, se trata de las brujas. En el centro del corro que forman, una quinta figura aporta la nota de color vistiendo un manto amarillo: color que a lo largo de la Historia del Arte siempre ha tenido connotaciones negativas, bien de traición o de envidia (en ocasiones, la túnica de Judas suele ser de este color en las escenas en las que delata a Jesucristo besándole la mejilla). Esta quinta figura se agazapa, extendiendo sus manos hacia una sexta: el blanco delata su pureza y, por tanto, la establece instantáneamente en el papel de víctima.
Además, por encima de la escena vemos animales nocturnos (búhos o lechuzas en este caso) que alzan (o detienen) su vuelo. Esta es la solución artística que Goya encuentra para las metamorfosis de las que eran acusadas las brujas: se convertían en animales para acudir a los aquelarres, para atormentar a la comunidad vecinal o para escapar cuando eran descubiertas. Así, vemos como incluso una figura que parece sin terminar en el pico de la pirámide compositiva está sufriendo dicha metamorfosis.
Por si no fuese suficiente la fealdad y los negros ropajes, las brujas van acompañadas de cestas plagadas con recién nacidos, siguiendo la estela de acusaciones que estas mujeres recibían como “comedoras y secuestradoras de niños”. Una de ellas porta en sus manos un muñeco de trapo en el que clava un alfiler, característica también presente en muchos de los textos conservados de juicios españoles a cargo de la Inquisición y de los juicios estadounidenses.
En la archi-conocida obra del Aquelarre (1819-20) (aquí exponemos un fragmento, la idea que se escinde es la misma: grupos de mujeres en situación de abigarramiento prestan atención a una figura animaloide caracterizada por su negritud. En este sentido, podría ser un macho cabrío que porta una capa o una persona con capa que porta una cabeza de macho cabrío. De cualquiera de las dos maneras, el macho cabrío se ha asociado siempre no sólo con lo satánico, sino también con la brujería. En estas dos obras tenemos, por tanto, toda la información necesaria para empezar a derrumbar esos estereotipos:
Punto número 1: la brujería fue una cuestión de género que sirvió como herramienta de control y disciplinamiento del comportamiento femenino en la Edad Moderna: pese a que se dieron persecuciones ya en la Antigüedad y también en la Edad Media, el corte de la Edad Moderna no fue tanto religioso como civil, es decir, no atentaba tanto contra las creencias de las mujeres sino directamente contra sus actos y libertades.
Punto número 2: esta persecución femenina fue también consecuencia de la persecución que sufrieron mujeres que se dedicaban a oficios relacionados con la medicina, la fitoterapia o la obstetricia. De hecho, las mujeres fueron las primeras en encontrar y analizar los usos tanto positivos como negativos que podía darse de hierbas y plantas: los implementaron para crear cremas, pócimas y ungüentos que servían tanto para aliviar dolores de regla como para problemas musculares o articulares. Esto se vinculó a su vez a la interrupción voluntaria de los embarazos en una sociedad donde los métodos de contracepción llevaban ya un tiempo siendo duramente perseguidos por la iglesia y que conllevaron la criminalización tanto de su práctica como de su saber. De este modo, en muchos casos, las mujeres quemadas por brujas eran simplemente mujeres sabias, ancianas que practicaban la medicina y la obstetricia, o mujeres con inquietud de conocer el medio y usarlo a su favor. De aquí viene también su fama de comerse a niños: de ser abortistas preocupadas por la salud y capacidad de decisión de las mujeres gestantes.
Punto número 3: la persecución de brujas también sirvió para generar hostilidad en las redes de apoyo femenino, que fueron desapareciendo progresivamente ante el clima de tensión y constantes acusaciones. A las mujeres se les enseñó a enfrentarse entre ellas: con sus vecinas, con sus hermanas y con sus amigas. Se las instó a desconfiar de otras mujeres y también a solucionar cualquier dispuesta con una acusación de brujería: mejor ser tú quien acusa que no ser tú la acusada. Esto es también lo que refleja Goya en su Conjuro: un grupo de mujeres mayores acosando a una mujer joven para llevarla por el mal camino.
Este punto, al mismo tiempo, es crucial para entender la visión de las brujas que empieza a darse en el siglo XIX, muy vinculada al surgimiento de los movimientos de liberación femenina y a la aparición del arquetipo de “femme fatale” como estereotipo misógino generado para alimentar el sexismo en lugar de para combatirlo. El mejor ejemplo de ello es la obra Brujas yendo al Sabbath (1878) de Luis Ricardo Falero:
Distante de la obra de Goya por casi un siglo, la obra de Falero, pese a todo, recoge todos esos estereotipos de los que hemos hablado: tenemos escobas, tenemos vejez y fealdad, tenemos juventud y desnudez. Tenemos vicio, tenemos peligro y tenemos advertencia: el mundo de las brujas es el mundo del pecado, el mundo de lo oscuro, el mundo de lo muerto.
En este sentido, la primitiva concepción del aquelarre (palabra proveniente del euskera que significa “pasto del macho cabrío”) como reunión de mujeres para realizar rituales satánicos es entendida por Falero como una reunión orgiástica entre mujeres de todas las edades, cadáveres de los muertos y animales con una gran carga negativa: murciélagos, el macho cabrío y reptiles de color negro, el color de la oscuridad, antepuesto al blanco de la pureza.
De este modo, por mucha destreza técnica que demuestren, por mucho misterio que escondan, vemos que estas representaciones, las más famosas y conocidas por todas, lo único que hacen es dos cosas: malversar la realidad entregándose al mito y repetir dicha malversación convirtiéndola en costumbre. Las brujas entre poco y nada tuvieron que ver con la versión y visión que la mirada masculina ha generado a lo largo de los siglos y, si algo nos ha enseñado la historia y si algo debemos aprender de ella, es que no podemos esperar del hombre que nos enseñe aquello que sólo vivió la mujer, puesto que la luz que arrojará no sólo estará sesgada, sino que lo estará únicamente en función de sus propios intereses, no en función de los nuestros.
" Las brujas son para nosotras un pilar fundamental en nuestro imaginario, siendo fuente de inspiración para muchos de nuestros diseños. Aprovechamos la ocasión para mostraros un poco más sobre nosotras."
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