Crecí asistiendo con asiduidad a la misa de los sábados. A pesar de no estar bautizada, ni ir a un colegio católico, hija de madre soltera, en fin, todo lo contrario a mis compañeras de asiento en las misas: todas mayores, con sus mejores galas y los abanicos contra el pecho en verano. El domingo de ramos siempre estrenaba algún vestido pomposo y acudía, con mi palma tejida, a recibir la bendición del cura. Mis abuelos eran mis colegas de ceremonias católicas, que a pesar de ser creyentes y conservadores, acudían orgullosos con su nieta atea y sin bautizar, ni padre conocido. Todo esto en un pueblo cobra más simbolismo. En las procesiones, mi abuelo se ponía su mejor traje, y mi primo y yo lo acompañábamos con un cirio enorme cada uno. Mi abuela esperaba orgullosa vernos pasar. Mi tía abuela, siempre andaba en un sector con otras señoras, todas descalzas. Esa imagen siempre me inquietó y todavía hoy la recuerdo con mucha claridad. Tengamos en cuenta que para alguien como yo, con fobia a la oscuridad, estas procesiones nocturnas eran garantía de unas cuantas pesadillas en las semanas siguientes.
Siempre me sentí una infiltrada entre los católicos, una observadora casi invisible, ya que de los niños no se sospecha. Las misas para mi era lo más parecido al teatro y encima la historia cambiaba según el día y la época del año. Rezaba perfectamente el padre nuestro, el Ave María me costaba un poco más, pero mi abuela se había encargado de asentar las bases protocolarias del catolicismo. Nunca probé la ostia sagrada, ni me confesé, eso estaba reservado para los católicos reales. Una infiltrada como yo no tenía acceso a esos niveles. Antes de salir de casa, había que santiguarse por si acaso. El pensamiento catastrófico asociado a la ansiedad, es algo que pudo tener su origen en tantas misas, todavía sigo indagando al respecto en terapia.
Recuerdo que cuando dormía con mi abuela, le pedía que me contara cosas de “El Señor” para irnos a dormir. Su técnica era impecable, nunca me presionó por no estar bautizada ni ser católica, me aceptó siempre sin juzgar, pero aprovechó cada oportunidad que tuvo para hacerme participe de su fe. Aquellas historias nocturnas sobre la Virgen, el niño Jesus, la Faz divina (a la que toda mi familia le es muy devota), como fueron perseguidos Jesus y María con su pequeño bebé, la historia de la letra O marcada en los dátiles que muy pocas personas conocen. Mi abuela devoraba libros mientras se fumaba sus cigarrillos y tomaba café. Prefería tener la casa menos atendida y la biblioteca más llena. No imagináis el nivel literario de aquellas narraciones de la biblia adaptadas a una niña de 5 o 6 años.
En Semana Santa la casa olía a buñuelos de arroz, siempre habían invitados, festejos y la devoción servía de excusa para el encuentro y el disfrute. Creo que fue una generación que se sirvió de la religión y las tradiciones para construir su vida. Quizás muchas personas se sentían con determinadas obligaciones morales bajo una fe opresora y en la que siempre tenían que redimirse de sus pecados. Mi abuela nunca se confesaba, decía que ella lo que tenía que hablar ya lo hablaba directamente con Dios, que al cura que le importaba su vida. Confieso que me encantaba cuando se revelaba contra el sistema a su manera. No comulgaba, no se confesaba y disfrutaba de la religión a su manera. Fue un referente para toda la familia, pero a mi me marcó tanto que años después sigo volviendo a sus historias antes de dormir, al olor del domingo de ramos y sus buñuelos, a las velas de la iglesia a su libertad, porque mi abuela jamás sintió culpa, ni pidió perdón.
A día de hoy nuestro taller está situado justo detrás de la iglesia en la que pasé tantas tardes con mi abuela. La siento cerca cuando paso por la puerta y hasta siento que esa iglesia es un poco mía también. Las vueltas de la vida, una se va y se hace la cosmopolita por medio mundo y acaba encontrando su vocación y pasión donde dejó las cosas más sencillas de la vida.
Nada es casualidad. Resultó que tantas horas infiltrada en los rituales católicos dieron su fruto y 20 años después nació Santa Barbara, que no es más que un homenaje, o un recuerdo, del mundo extraño en el que crecí.
Este año hemos decidido que vamos a celebrar nuestra propia Semana Santa con un descuento del 20% en todas nuestras piezas sagradas, que si de rezar se trata, hagámoslo a nosotras mismas, a la Diosa que todas tenemos dentro. Tenemos que ponernos en el centro de nuestras creencias: si para pertenecer a una religión has de abandonar tus derechos y libertades, ahí no es.
Descubre nuestro altar de Holy Days aquí.
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