La figura de Lilith lleva siendo objeto de una (casi) constante y (sin duda) necesaria revisitación desde hace varias décadas, pero su nombre se ha amplificado con especial tesón en el transcurso de los últimos cinco años. Esto, lejos de ser un fenómeno casual, se sitúa como uno de lo más racional: gran parte de los esfuerzos feministas de las últimas décadas se han centrado en recuperar referentes femeninos que fueron bien invisibilizados, bien censurados por los discursos dominantes. Esta táctica de invisibilización y censura, a su vez, se sitúa como una de las más efectivas: privar a las mujeres de referentes es un mecanismo eficaz para limitar sus aspiraciones. Es complicado que podamos ser aquello que no sabemos que existe, y raras veces podemos aspirar a ser aquello de lo que nunca nos han hablado. Si sumamos todos estos ingredientes, parece comprensible que la figura de Lilith se alce hoy día como un estandarte feminista, en tanto en cuanto fue la primera mujer que pobló la tierra y que antepuso sus pulsiones a las imposiciones de la autoridad masculina. Si esto te suena lejano o te cuesta encuadrarlo en la historia, no te preocupes, que para eso estamos:
Érase una vez, según la cultura judeo-cristiana, una deidad que decidió crear a la especie humana a su imagen y semejanza. Del polvo, el barro o las cenizas (dependiendo de qué traducción consultes, los elementos varían) creó al hombre, y también del polvo, el barro o las cenizas creó a la mujer. A él le llamó Adán, y a ella la llamó Lilith. Como misión conjunta les legó perpetuar la especie como marido y mujer, pero nuestra querida Lilith, no conmovida con la idea del matrimonio, ni tampoco con la idea de obediencia a Dios, decidió escapar del Edén. Desde entonces se dice que se casó con el Diablo, y con él engendró los demonios, siendo conocida desde entonces como la madre de todos ellos. Pese a que judaísmo y cristianismo comparten el Antiguo Testamento en sus escrituras de referencia (la Toraáy el Tanaj para los primeros, y la Biblia para los segundos), el cristianismo eliminó la presencia de Lilith y la intercambió por la de Eva, que sí estaba supeditada tanto a Dios como al hombre, debido a que ella sí nació de la costilla de Adán, y no de la tierra, aunque el desarrollo vital de ambas tiene un punto en común: la traición entendida como desobediencia y el pecado como instrumento demonizador de su conducta. La estudiosa de la iconografía femenina Erika Bornay rastrea los orígenes de esta figura hasta situarlos en la diáspora del pueblo judío, afirmando que, durante su éxodo, entraron en contacto con otras culturas, como la mesopotámica, de la que pudieron haber tomado el mito de Lillake, mujer de enorme belleza que, entre otras cosas, aparecía representada en compañía de un nido de serpientes, para conformar a su Lilith hebrea. De este modo, podemos establecer uno de los elementos comunes entre estas religiones y cultos: la serpiente es símbolo de maldad, y la maldad se asocia a la mujer y a sus pecados.
No sorprende, por tanto, que la figura de Eva y la figura de Lilith hayan sido tratadas de formas semejantes a lo largo de la historia del arte, llegando muchas veces a confundirse por compartir atributos, como la larga cabellera en muchas ocasiones rubia o pelirroja, la desnudez y su relación con las serpientes. Tampoco sorprende, en este sentido, que a lo largo del siglo XIX, coincidiendo con los movimientos de liberación femenina que luchaban por el sufragio y por la igualdad de derechos (ya que la igualdad de deberes ya la teníamos) en Europa, se recuperase esta vieja figura por tanto tiempo abandonada pero que, en ese momento, convertía con mucha pertinencia a la mujer emancipada en el foco de todas las desgracias de la humanidad. Si a esta coyuntura añadimos que también se estaba poniendo sobre la mesa en aquella época el derecho a la contracepción y que Lilith, según la tradición hebraica, era asimismo conocida como estranguladora de niños, entendemos mejor por qué la Nueva Mujer (así eran llamadas las mujeres que exigían derechos y libertades en el siglo XIX y XX) era asimilada como un revival decimonónico de Lilith. Como bien indica Erika Bornay: “El mito de la mujer fatal, que en connivencia con el diablo conduce al hombre a su perdición, no era nuevo ni en la literatura ni en el arte” pero sí encontró un nuevo campo de cultivo desde 1850 hasta 1900, cuando el arquetipo de femme fatale no sólo había vuelto a la vida, también se legitimaba como un prototipo de mujer real y no como una quimera masculina ante la posibilidad de pérdida de privilegios. De esta manera, del mismo modo que la responsabilidad del pecado original recayó sobre los hombros de Eva y la mortalidad infantil sobre los hombros de Lilith, la conocida como “gran depresión” que atravesó la Inglaterra del siglo XIX fue, a ojos de una élite intelectual y artística absolutamente masculinizada, también responsabilidad de esa nueva mujer, esa
nueva Lilith, que pretendiendo sumarse al trabajo asalariado robaba puestos a los hombres, descuidaba a la prole en sus casas y desatendía las necesidades maritales al renunciar a su continua disponibilidad doméstica. Lilith había abandonado el Edén, entendido como el espacio doméstico, para procrear con el Diablo, entendido como la lucha por los derechos de las mujeres, y generar vástagos al servicio del mal, entendidos como las ansias de emancipación femenina.
Aunque no fueron los únicos, los conocidos como prerrafaelitas (una hermandad de artistas ingleses profundamente religiosos que se mantuvo unida apenas cinco años) sí fueron en gran parte culpables de la difusión de este nuevo modelo de mujer en la pintura del XIX y principios del XX. Recuperando escenas mitológicas, figuras religiosas e imbuyéndolo todo de un gran romanticismo, consiguieron verdaderamente convertir a las mujeres, de nuevo, en sujeto del mal. Utilizando su belleza como anzuelo, muchas de las protagonistas de los cuadros prerrafaelitas (como los de Waterhouse, Millais o Rossetti) son, en realidad, mujeres perversas que buscan “engatusar” al hombre y reducirlo haciendo uso de sus “encantos” para llevarlo a continuación hacia su perdición, como refleja esta escena de Lamia de J. W. Waterhouse. Retomando un modelo mitológico aderezado con elementos medievales (como la figura del caballero que aparece en este cuadro, algo muy común en la hermandad prerrafaelita), esta obra ilustra a su vez un poema de John Keats publicado cerca de 1820. En él, un joven caballero se enamora a primera vista de una bellísima doncella, Lamia. Esta, tras seducirlo, se convierte en una serpiente y acaba con la vida de él. Cuanto menos dramático, vaya. Para ilustrar esta similitud entre mujer y serpiente, Waterhouse juega con los estampados de las telas y el medio, fingiendo así que el manto de la mujer imita la piel de este reptil. De esta forma se empiezan a asimilar los códigos de seducción/fatalidad, mujer/maldad y serpiente/pecado. Por tanto, podemos concluir que la figura de Lilith, además de ser uno de los ejemplos más tempranos de emancipación femenina en la esfera de influencia cultural y religiosa europea, fue tambén una de las figuras más instrumentalizadas por el imaginario misógino del siglo
XIX y del siglo XX. Lilith, por tanto, no fue ni es únicamente una mujer de la tradición hebrea, tampoco la antecesora de Eva (de quien ya hemos comprobado que bebe enormemente iconográficamente hablando), ni tampoco el rostro de la invención de la mujer fatal. Lilith es también el símbolo de la resistencia, de la manipulación y de cuál es el precio que tuvieron que pagar las mujeres por decir “¡BASTA!” siendo por ello, de nuevo, acusadas tanto de pecado como de herejía. Obras escogidas por orden de aparición:
El pecado de Franz von Stuck (1893)
Lilith de John Collier (1887-1889)
Lamia de John William Waterhouse (c. 1849)
La figura veterotestamentaria de Lilith (esto es, perteneciente al Antiguo Testamento) se remonta a los tiempos de la diáspora judía. La tradición hebrea la considera la primera mujer que pobló la tierra, creada en igualdad de condiciones que Adán (es decir, del polvo) y, por tanto, no supeditada a su poder. En la actualidad se la reconoce y reivindica como símbolo primitivo de emancipación femenina en la cultura judeo-cristiana: abandonó el Paraíso, negándose a obedecer las órdenes tanto de Dios como de Adán, para encontrarse con Satán, razón por la que se la conoce también como “Madre de Demonios”.
En el siglo XIX, además, Lilith fue utilizada como arquetipo de femme fatale a modo de respuesta a los movimientos de liberación femenina que estaban teniendo lugar de manera simultánea en toda Europa: una mujer que sigue sus instintos, que no se arrodilla ante ningún hombre, que vive su sexualidad con libertad y orgullo y que suele aparecer relacionada con las serpientes y, por tanto, también el pecado.
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